La promesa de un mundo descentralizado es muy bonita. Pero hay un lado oscuro, tan oscuro como la contaminación que provocan.
Las monedas tradicionales se basan en compromisos comerciales, o reservas de metales preciosos que tienen los Estados. Las criptomonedas se basan en el blockchain, un sistema descentralizado en el que entre todas las partes se puede confirmar la veracidad y unicidad de la información. Sin embargo, esa confirmación viene dada por complejos algoritmos informáticos, que para ser calculados necesitan procesamiento informático. Y lo que en teoría funciona, en la práctica supone unos costes con contaminantes efectos secundarios.
En el caso de Bitcoin, su minado se basa en cálculos por lo que la gente necesita por un lado potentes equipos informáticos. Principalmente se están usando tarjetas gráficas de última generación, lo cual está resultando un quebradero de cabeza para sus fabricantes porque sus potenciales clientes, los jugadores de videojuegos, no están consiguiendo comprarlas, así que están fabricando mucho más. Y si fabricamos más componentes electrónicos, estamos preparando basura electrónica para el futuro. Pero es que además, el minado necesita mucha energía, y ahí detrás están los fondos que están invirtiendo en Bitcoin metiendo dinero en comprar centrales eléctricas basadas en combustibles fósiles para únicamente alimentar equipos de minado.
Por otro lado, intentando decir que son la alternativa verde, ha surgido una criptomoneda llamada Chía. Se intenan alejar del minado diciendo que la suya se ‘cultiva’. Dicen que sus cálculos no son tan pesados, ya que se basan en uso del espacio del disco duro. El problema, que el uso es intensivo de un disco duro sólido hace que su vida útil estimada de una década apenas dure más de mes y medio. De nuevo, escasez de recursos y más basura electrónica.